Dios no quiere que le temas, sino que lo ames

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Dios no quiere que le temas, sino que lo ames

A lo largo de la historia de la humanidad, la imagen de Dios ha sido interpretada,

transmitida y experimentada de diversas maneras, algunas luminosas y otras

dolorosamente distorsionadas. Para muchos, hablar de Dios ha significado enfrentarse a

un misterio supremo que despierta asombro, respeto, reverencia y, en no pocos casos,

miedo. Desde culturas antiguas hasta religiones contemporáneas, la figura de lo divino ha

sido presentada, a veces, como un juez implacable que vigila cada movimiento del ser

humano, dispuesto a castigar cualquier desviación o falta. Este enfoque, aunque en ciertos

momentos pudo haber servido para frenar la maldad y dar un marco ético a los pueblos,

ha dejado una huella profunda: millones de hombres y mujeres han vivido su fe bajo el

peso del temor, la culpa y la sensación de no ser jamás dignos de amor ni perdón.

Sin embargo, cuando nos acercamos con atención a la revelación más auténtica que

encontramos en las Escrituras y en la experiencia espiritual de innumerables creyentes,

descubrimos una verdad que transforma radicalmente nuestra manera de relacionarnos

con Dios: Él no quiere que le temamos, sino que lo amemos. El mensaje central de los

profetas, de Jesús y de muchos guías espirituales a lo largo de los siglos, apunta siempre

hacia un Dios cuya esencia es el amor y cuya mayor aspiración es que sus hijos vivan en

libertad, confianza y cercanía con Él.